Una mirada a la Primera Guerra Mundial

La Primera Guerra Mundial fue un conflicto armado mundial desarrollado entre 1914 y 1918. Originado en Europa por la rivalidad entre las potencias imperialistas, involucró por primera vez en la historia a más de la mitad del planeta. Antes de llegar la Segunda Guerra Mundial, esta conflagración era llamada la Gran Guerra o la Guerra de Guerras y había sido el conflicto mas sangriento de todos los tiempos.

Este blog fue creado por Lucas Ferreyra como trabajo práctico de la materia Historia, de 2do año Polimodal del Colegio Los Médanos, a pedido de la Prof. Cecilia Gómez Carrillo de Lascombes. Julio de 2007

29.7.07

Desde la literatura

Sin Novedad en el Frente. Erich María Remarque
Este libro, publicado en 1929, narra de manera autobiográfica las experiencias de Paul Baumer, joven alemán que participa de manera directa en el frente de batalla y es un clásico de denuncia contra la atrocidades de la guerra. En 1930 se hizo una versión cinematográfica de esta novela.
Capitulo X (Fragmentos)

Arden las casas, enormes antorchas en la oscuridad. Vienen, gruñen, explotan, granadas. Cruzan velozmente la carretera columnas de municiones. Por un costado se ha abierto una brecha en el muro del depósito de víveres. A pesar de los cascos que vuelan por el aire, los conductores de los carros de municiones pululan en torno al depósito, como un enjambre de abejas, robando pan. Les dejamos tranquilos. Si dijéramos algo eran capaces de darnos una paliza. Hacemos otra cosa: nos presentamos como vigilantes del pueblo. Como nosotros sabemos dónde están los víveres, canjeamos conservas por otras cosas que nos faltan. ¿Qué importa, si dentro de poco la metralla lo habrá barrido todo? Para nosotros, buscamos chocolate, y lo comemos por libras. Kat dice que esto es bueno para un vientre demasiado flojo.

Cerca de quince días pasan así, comiendo, bebiendo, holgazaneando. Nadie nos estorba. El pueblo va desapareciendo lentamente bajo las granadas, y nuestra vida transcurre feliz. Mientras queda algo del depósito, todo nos da lo mismo. Únicamente querríamos esperar aquí el fin de la guerra.

Tjaden se ha vuelto tan fino, que sólo se fuma la mitad de los puros. Declara, ufano, que es costumbre suya. También Kat está muy animado. Su primera orden, por la mañana, es esta:

- Emilio, tráigame café y caviar

En general, nos volvimos gente distinguida. Cada uno toma al otro por su ordenanza. Le habla de usted. Le ordena:

- Kropp, me pica en la planta del pie. Hágame el favor de cazarme ese piojo.

Y Leer presenta su pierna, como una actriz. Alberto la coge y arrastra a Leer, escalera arriba.

- ¡Tjaden!

- ¿Qué?

- No hace falta que se cuadre, Tjaden. Pero recuerde que no se dice "qué", sino "a sus órdenes". Vamos a ver: ¡Tjaden!

Tjaden le suelta unas palabras de Goetz von Berlichingen, que tiene siempre a mano.

Ocho días después recibimos la orden de marcha. Se acabó este paraíso. Nos engullen dos enormes camiones, cargados de tablas hasta muy arriba. Pero Alberto y yo, encima de todo, seguimos construyéndonos nuestra cama con un dosel de seda azul, con sus colchones y edredones de encaje. A la cabecera hay para cada uno un saco de excelentes víveres. A veces lo palpamos, y los salchichones, las latas de salchicha de hígado, las conservas y las cajas de puros nos exaltan jubilosamente. Cada uno de los nuestros lleva un saco lleno consigo.

Kropp y yo hemos salvado, además, dos butacas de terciopelo rojo. Están sobre la cama, y nos sentamos en ella como en un palco. Por encima de nosotros revuela la seda del dosel. Cada uno lleva en la boca un largo puro. Así contemplamos, desde arriba, la comarca.

Entre nosotros hay una jaula de loro que encontramos para el gato. Nos lo llevamos. Allí está en la jaula, delante de un perol de carne, roncando.

Ruedan lentos los camiones por la carretera. Cantamos. Detrás de nosotros, en el pueblo, ya completamente abandonado, levantan las granadas sus trágicos surtidores.

* * *
Días después salimos a despejar una aldea. Vemos por el camino a los habitantes que acaban de evacuarla, expulsados. Conducen sus enseres en cochecillos, a la espalda. Curvos, lleno el rostro de congoja, de desesperación; precipitados, resignados. Cuelgan los niños de las manos de las madres. A veces, una niña de más edad guía a los pequeñuelos, que andan siempre volviendo atrás los ojos. Algunas niñas llevan en brazos sus pobres muñecas. Todos callan, al pasar junto a nosotros. Aun vamos en columna de viaje. Los franceses no bombardearán una aldea donde aún quedan paisanos suyos. Pero unos minutos después comienza a aullar el aire, a temblar la tierra. Se oyen gritos, una granada ha estallado en la sección de retaguardia. Nos esparcimos rápidamente por el campo, nos arrojamos al suelo. Advierto, al mismo tiempo, que se me va relajando esa tensión que otras veces me hizo comportarme, en el fuego, atinadamente. Un pensamiento: "estás perdido", rafaguea dentro de mí, entre miedos sofocantes, abrumadores. Y al punto siento en mi pierna izquierda un golpe, como un latigazo. Oigo gritar a Alberto que está junto a mí.

- ¡Arriba! ¡A la carrera, Alberto! - chillo -. Estamos sin protección. En campo raso y llano.

Se levanta tambaleándose. Me quedo junto a él. Hay que cruzar un vallado de zarzas más alto que nosotros. Kropp agarra las ramas, yo me agarro a su pierna y él da un grito. Lo empujo y vuela hacia el otro lado. De un salto formidable le sigo, y caigo en una balsa detrás del seto.

Llevamos la cara salpicada de lentejas de cieno; pero la protección es buena. De modo que nos hundimos en el agua hasta el cuello. Comienzan los aullidos, metemos la cabeza bajo el agua.

Así lo hacemos una docena de veces. No puedo más. Alberto también se queja:

- Adelante. Si no, me caigo y me ahogo.

- ¿Dónde te dieron? - pregunto.

- En la rodilla, creo.

- ¿Puedes correr?

- Creo que sí. - Vamos entonces.

Llegamos al ribazo y corremos, agachándonos, a lo largo de él. Nos persigue el fuego. La carretera lleva dirección del depósito de municiones. Si éste explota, nadie hallará de nosotros ni un botón. Cambiamos de ruta, y corremos a campo traviesa, diagonalmente.

Alberto avanza con más lentitud. Se echa al suelo, diciendo.

- Corre tú. Yo te seguiré.

Le levanto bruscamente por un brazo, y le sacudo.

- Arriba, Alberto. Si te echas ahora no podrás ya seguir nunca. ¡Adelante! Yo te ayudaré.

Llegamos por fin a un pequeño refugio. Kropp se deja caer, y yo le vendo la herida abierta encima de la rodilla. Luego me examino a mí mismo. Llevo ensangrentado el pantalón y el brazo. Alberto me coloca sus vendas sobre los orificios. Ya no puede mover su pierna, y los dos nos maravillamos de haber podido llegar hasta aquí. Era sólo el miedo. Hubiéramos corrido aunque nos hubiesen rebanado los pies.

Yo todavía puedo moverme, y llamo, al ver pasar un carro, que nos recoge. Va lleno de heridos. Va con ellos un cabo de sanidad que nos pone una inyección antitetánica en el pecho.

En el hospital de campaña procuramos quedarnos juntos. Sirven una sopa muy aguada que nos comemos con ansia y desprecio, porque estamos acostumbrados a mejores tiempos. Pero tenemos hambre

- Bien. Ahora a casa, Alberto - digo.

Es de esperar - contesta -. ¡Si supiese, al menos, lo que tengo!

Crecen los dolores. Arden las vendas como fuego vivo. Bebemos y bebemos. Vaso de agua tras otro.

- ¿Cuántos centímetros por encima de la rodilla es mi balazo? - pregunta Kropp.

- Diez centímetros, por lo menos, Alberto - contesto. En verdad, sólo son tres.

- Pues estoy decidido - dice, después de un rato -. Si me amputan, acabo del todo. No quiero andar hecho un tullido por el mundo.

Quedamos tumbados, pensativos. Esperando.

* * *
A la noche nos llevan al matadero. Tiemblo; decido rápidamente lo que voy a hacer. Porque es sabido que los médicos de los hospitales de campaña prefieren las amputaciones. Como se amontonan los heridos, amputar es más sencillo que andarse con remiendos complicados. Recuerdo a Kemmerich. En ningún caso me dejaré cloroformizar, aunque tenga que romper a algunos la crisma.

Va bien. El médico busca en la herida. Todo lo veo negro.

- No se ponga usted así - me chilla, y sigue escarbando.

Brillan los instrumentos a la luz plena, como bichejos malignos. El dolor es insoportable. Dos enfermeros me sostienen los brazos; pero puedo liberar un brazo y con él pretendo dar al médico un fuerte golpe en las gafas. Al darse cuenta, da un salto.

- ¡El cloroformo a éste! - grita furioso.

Ahora me tranquilizo.

- Perdone, señor doctor. Me estaré quieto, pero no me dé cloroformo.

- Bueno, bueno - murmura, y coge de nuevo sus instrumentos. Es un mozo rubio, a lo más de treinta años, con cicatrices de esgrima y unas absurdas gafas de oro. Advierto que ahora me hace daño intencionalmente, arañándome hasta lo hondo en la herida. A veces, me mira de soslayo por encima de los cristales. Mis puños aprietan fuertemente las abrazaderas. Reventaré, pero no oirá de mí ni "pío".

Ha tropezado con una esquirla de granada y la extrae. Al parecer, le satisface mi actitud, porque me entablilla ya esmeradamente y me dice:

- Mañana, a casa.

Luego me enyesan. Cuando estoy de nuevo con Kropp, le cuento que mañana, probablemente, vendrá un tren hospital.

- Tenemos que hablar con el sargento mayor de sanidad, para que nos pongan juntos, Alberto.

Logro entregar al sargento, con unas frases oportunas, dos de mis puros de fajín. Los huele y pregunta:

- ¿Tienes más de éstos?

- Un buen puñado, y mi camarada - por Kropp - también. Y con gusto se los daríamos todos, desde la ventanilla del tren-hospital, si vamos juntos.

El comprende, naturalmente. Los huele una vez más, y dice:

- Hecho.

Por la noche no podemos dormir ni un minuto. Mueren siete en nuestra sala. Uno, antes de agonizar, canta una hora entera, con voz de contralto, himnos religiosos. Otro se fue antes arrastrando desde su cama a la ventana. Allí está tendido, como si hubiera intentado asomarse por última vez.

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